¡Hola a todos!
Les dejo el TP que hicimos hoy. Les sugiero a los que no pudieron asistir que pidan las explicaciones del punto 1 a los chicos que fueron al práctico; seguramente les van a venir bien. El punto 2 supone un buen repaso pre-parcial de estos temas que estuvimos viendo las últimas clases. Pueden hacerlo y mandármelo por mail (sg_jose@yahoo.com.ar) para darles una mano. Lo mismo con el punto 3.
¡Buen finde!
José
UNCo - FadeL - Traductorado Público en Idioma Inglés - Gramática
española I
Trabajo Práctico N° 10 (15/11/13)
1) Las siguientes oraciones presentan verbos de control. ¿Qué
elemento de la oración principal funciona como “controlador”?
a) Juan necesita saber si Pedro se va de vacaciones.
b) Mi hermana le pidió a Juan podar las rosas.
c) Creo merecer ese puesto de trabajo pero vos pretendés
usurparlo.
d) El decano de Humanidades solicitó a los estudiantes sacar
los carteles.
2) Explique con sus palabras cuál es la diferencia entre una
perífrasis verbal y una construcción con un verbo de control. Proponga
ejemplos.
3) Identifique las perífrasis verbales y los verbos de
control en el cuento “Continuidad de los parques”, de Julio Cortázar (adaptado).
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó
por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba abatido en tren a la
finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los
personajes. Esa tarde, después de sentarse a escribir una carta a su apoderado
y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la
tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado
en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como
una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda pudiera
acariciar una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos
capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los
protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer
casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y podía sentir
a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto
respaldo, que los cigarrillos seguían estando al alcance de la mano, que más
allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a
palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia
las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del
último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa;
ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama.
Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las
caricias, no había venido a repetir las ceremonias de una pasión secreta,
protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se
entibiaba contra su pecho, y debajo latía agazapada la libertad. Un diálogo
anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que
todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo
del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la
figura de otro cuerpo que tenía que ser destruido. Nada había sido olvidado:
coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía
su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía
apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los
esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la
senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para
verla correr con el pelo suelto. A su vez, corrió parapetándose en los árboles
y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que
llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no
estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró.
Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer:
primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo
alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La
puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el
alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el
sillón leyendo una novela.
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